Maldito martillo. Pierde toda su nobleza adquirida de la mano del cincel y se vuelve plebeyo en la mano del reo. Cómo una ironía, el brazo bajò rudo hacia el pie del Cristo yacente, empuñando un martillo y quebrando La Piedad en la Basílica de San Pedro-Vaticano. Las astillas del mármol herido volaron por el aire. Aún no cayeron. Desde ese día, esta maravilla de màrmol, viviente, se esconde de sus agresores detràs de un cristal invulnerable.
Tuvimos que verla a la distancia y a travéz. Esta increíble obra arrancada de la piedra con " sólo sacar lo que sobra", según la simplificación de Miguel Angel. Está allí, arrinconada en la inmensidad arquitectónica de la Basílica, dentro de Roma pero que no es Roma. En una visita anterior, viajando en comitiva oficial de gobierno con el entonces Vice Presidente Duhalde, a la postre presidente de nuestro país, tuve oportunidad de ver esta obra bien de cerca, casi sientiendo el frío del mármol y la fatiga contenida en la respiraciòn suave de María madre, joven, casi tan joven como su hijo sacrificado.
Deambulando por la inmensidad del templo, sentì que las pesada cùpulas se derrumbaban sobre mí, mientras un haz de luz atravesaba sus cristales convertida en una intensidad cegadora, hasta llenar de blanco todo lo que la azorada mirada podìa abarcar. Salí del templo estasiado. Una sonrisa brotò de mis labios, natural e inconciente. Comprendì la felicidad en un instante. El gozo pleno de los sentidos. Este era uno de esos momentos que nunca se olvida. Se cubriò la plaza con vuelos de palomas. Las campanas sonaban alborozadas a los cuatro vientos. Los obrero terminaban de armar un altar a la intemperie. Juan Pablo II daría misa y bendiciones al dìa siguiente. Caminamos lentamente hacia la Capilla Sixtina. Imaginamos el dìa siguiente. Aquí estaremos entre la multitud. La Sixtina invita al Juicio Final y todo lo que arquitectos y artistas hicieron renacer de la materia inerte y brotar del pensamiento oculto y oscuro por siglo de candelas apagadas. Miguel Angel me obsequió el placer de gozar de su arte a pleno. Es un privilegio poder apreciar y contemplar estas dos obras magnìficas.
Volvimos a Roma. Cruzamos el Tíber por el puente del Castelo Santángelo y desde allí seguimos caminando con aquel amigo circunstancial que no falta en ningùn viaje, divertido y pintoresco, muy gracioso al hablar intentando repetir un itliano españolizado como solìan hacerlo los inmigrantes italianos cuando fueron a Argentina. Paseando por la Via Condotti, previo a lastrar muzzarella de bùfala con pan rùstico y prociuto parmesano, de paso hacia la Fontana di Trevi, donde fue ineludible imaginar a Anita Ekberg bañando sus bellos pechos ofrecidos a Marcello Matroiani, enfundado en un traje oscuro de neto corte italiano, observa en silencio con cara confundida e inocente aquel ofrecimiento insòlito. La dulce vida de los años blandos. Absorto en estos pensamientos, desde lo más profundo llega la voz de un tenor callejero que compite con la Fuente por las monedas.
Roma tiene un aire que parece alimentarse por todos los aires que traen los caminos que conducen a ella. Parece que sus calles se colgaran del cielo y en su laberinto confuso esconde tesoros acumulados por siglos como si fueran frenos al vértigo voraz del modernismo. Tan voraz como nuestro hambre saciada a Lasagnas y Spaguettis en una tabola calda impregnada de olores a estofado y reminiscencias de acordeones tocando canzonetas napolitarnas que llegan como venidas de lejos,
Gozoso el placer de caminar al anochecer sin rumbo, cuando las anilinas del crepùsculo tieñen de ocre y ladrillo las cáscaras desgranadas de sus paredes viejas y la Vespas tripuladas por jòvenes tan bien vestidos y elegantes que despiertan la envidia de mi gastado jean, Llegamos a la Plaza Navona, encuentro fontanero de todos los inmensos rìos del mundo y también cruzamos el Tíber romano con su lecho de esmeraldas, incapaz de mancharse con la sangre derramada por siglos en su lecho fluyente. Su devenir turquesa y la música que brota de sus aguas bajantes lleva una carga de emosiones que a veces pienso en Suetonio, emergente del pueblo, que cubriò la historia en una frase luego de ver a Roma: " Ahora puedo morir".
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